miércoles, 27 de enero de 2010

PESSOA Y SU DESESPERANZA



Sigo intuyendo -más que creyendo- que si realmente nos conociéramos, más allá del enemigo metáfísico al que alude Fernando, encontraríamos al amigo, al hermano que te tiende su universo de luz y belleza, tras el umbral de su propia sombra. Aunque también es cierto que para ello no sólo hay que despojarse de los harapos con los que danzamos en nuestra falsa felicidad, sino también de la personalidad o personalidades a las que creemos pertenecer, de los arquetipos que hemos hecho nuestros como piel propia, haciendo manifiesta la capacidad de descubrirnos a nosotros mismos. Ardua tarea. A pesar de la desalentada visión de Pessoa en su "Libro del desasosiego", merece la pena considerar sus reflexiones:


Si algo hay en esta vida que nos está destinado y que, salvo la misma vida, debamos agradecer a los Dioses, ese algo es el don de desconocernos: de desconocernos a nosotros mismos y de desconocernos los unos a los otros. El alma humana es un abismo oscuro y viscoso, un pozo fuera de uso situado en la superficie del mundo. Nadie se amaría a sí mismo si de veras se conociese, y así, no existiendo la vanidad, que es la sangre de la vida espiritual, nos moriríamos de anemia en el alma. Nadie conoce a otro, y menos mal que no lo conoce; y si llegara a conocerlo, conocería en él, aunque fuera su madre , mujer o hijo, al íntimo, metafísico enemigo.

Nos entendemos porque nos ignoramos. ¿Qué sería de tantos cónyuges felices si cada uno de ellos tuviese acceso al ama del otro, si pudiesen comprenderse, como dicen los románticos; si advirtieran que ignoran el peligro —si bien no es más que un peligro fútil— de lo que dicen? Todos los casados del mundo están mal casados, porque cada uno guarda en lo recóndito de sí, los secretos donde el alma del Diablo, la imagen sutil del hombre deseado que no es aquél, la figura voluble de la mujer sublime, que aquélla no realizó. Los más felices ignoran en sí mismos sus disposiciones frustradas; los menos felices no las ignoran, pero no las conocen, y sólo uno u otro arranque frustrado, una u otra aspereza en el trato evoca, en la superficie casual de los gestos y las palabras, el Demonio oculto, la Eva antigua, el Caballero y la Sílfide.

La vida que se vive es un desentendimiento fluido, un promedio alegre entre la grandeza que no hay y la felicidad que no puede haber. Estamos contentos porque, hasta cuando pensamos y sentimos, somos capaces de no creer en la existencia del alma. En el baile de máscaras en que vivimos, nos basta el agrado producido por el disfraz que vestimos, disfraz que en el baile es todo. Somos siervos de las luces y los colores, nos deslizamos en la danza como en la verdad, y no hay para nosotros —salvo si, despiertos, no bailamos— conocimiento del gran frío de lo alto de la noche externa, del cuerpo mortal por debajo de los trapos que le sobreviven, de todo cuanto, a solas, nos parece que es esencialmente nosotros, pero que, al fin de cuentas, no es sino la parodia íntima de la verdad de lo que nos suponemos.


Todo lo que hacemos o decimos, todo lo que pensamos o sentimos, muestra la misma máscara o el mismo disfraz. Por más que nos quitemos lo que vestimos, no alcanzamos nunca la desnudez, pues la desnudez es un fenómeno del alma y no de cosas que se sacan. De este modo, vestidos en cuerpo y alma, con nuestros múltiples trajes tan pegados a nosotros como las plumas a las aves, vivimos felices o infelices, o sin saber lo que somos, el breve espacio que nos dan los dioses para que los entretengamos, como niños que juegan a juegos serios.

Uno u otro de nosotros, liberado o maldito, ve de repente —pero incluso éste rara vez lo ve— que todo lo que somos es lo que no somos, que nos engañamos acerca de lo que está bien y no tenemos razón en lo que nos parece justo. Y ese que, en un breve momento, ve el universo desnudo, crea una filosofía, o sueña una religión; y la filosofía se expande y la religión se propaga, y los que creen en la filosofía pasan a usarla como indumentaria que no ven, y quienes creen en la religión terminan poniéndosela como una máscara de la que se olvidan.

Y siempre, desconociéndonos a nosotros y a los demás, y por eso entendiéndonos alegremente, pasamos en las volutas de la danza o en las charlas de las pausas, humanos, fútiles, serios, al son de la gran orquesta de los astros, bajo las miradas desdeñosas y ajenas de los organizadores del espectáculo.

Sólo ellos saben que nosotros somos víctimas de la ilusión que nos impusieron. Pero cuál pueda ser la razón de esa ilusión, y por qué ella o cualquier otra ilusión existe, o por qué ellos, ilusos también, nos entregaron la ilusión que nos dieron — eso, por cierto, ni siquiera ellos lo saben.

"Libro del desasosiego",Fernando Pessoa como Bernardo Soarez

Traduce Santiago Kovadloff