"Llegó al departamento de joyería con una curiosidad nueva, como si en el curso de una recepción hubiera pasado de una habitación en la que su atención se hubiera orientado, con la música de vals, exclusivamente hacia los perfumes, a otro salón donde no viera más que las joyas que saltaban sobre los escotes a ritmo de polka. Se paseó así ante los collares de perlas que pendían bajo las luminarias, parecidos a estolas mojadas que se han puesto a secar; ante los pendientes torneados en forma de nudo y de caracol, figuras retóricas de labios soldados por la erupción de metal dorado, o sencillas lágrimas vertidas de dos en dos por ojos de turquesa, de amatista, de ópalo. No iba a comprar nada, buscaba solamente un lugar en que detenerse, depositar su soledad y distraer al animal familiar, sentado sobre sus hombros, que imitaba sus gestos y sus miradas con una pereza natural e indolente. Mientras avanzaba con las manos en los bolsillos, un destello repentino surgió, proveniente de un estuche azul marino, neto y fugaz como un recuerdo espontáneo destacándose sobre el fondo de una memoria sombría. Se volvió a mirar y vio, al aproximarse, los anillos luciendo intermitentes. Los pequeños diamantes delicadamente encastrados en terciopelo de tacto brumoso parecían invitarle a inclinarse, a captar las emanaciones de su espera eterna y singular. Discretos y recogidos en su vestido cortado en fría blancura, dejaban entrever por arrebatos su intimidad centelleante de verde recién brotado, de confidencias violetas , de rojo ardiente que hacía palidecer el ojo. Cada resplandor era un ser frágil que el menor movimiento de cabeza hacía nacer o morir. Tomó un anillo y orientó el pequeño ojo de vidrio hacia la luz. Abismó su mirada en aquel espejismo de colores fantásticos que le cautivaba. Rompiendo la quietud de un mar transparente, el resplandor saltó como una nota luminosa y todas las voces en torno a él se apagaron. Cada vez que aparecía, el destello caía sobre una pequeña zona oscura escondida en su interior, y la hacía vibrar dolorosamente. El instante, primero ciego, era repentinamente atravesado y deslumbrado por un rayo de tiempo puro.
Su mano derecha, experta, elegía los anillos uno a uno y los pasaba a los dedos de la otra mano que esperaba las ofrendas tímida y complaciente. “Estoy fabricándome una mano”, se dijo, y una media sonrisa se esbozó en sus labios. Luego se despojó de sus anillos con el mismo cuidado que había puesto en adornarse con ellos, observando con disimulo a la dependienta y a las personas que se detenían ante el muestrario, sin que se pudiera decir si intentaba atraer las miradas o asegurarse de que no le vieran. Él mismo, en el curso de un duelo, no hubiera sabido distinguir el honor de la cobardía o de la simple argucia. En cada mirada que le dirigían veía el brillo frío y sostenido de una flecha metálica, sentía cómo su punta ardiente le penetraba el corazón y el calor coloreando sus mejillas. Era incapaz de bajar los ojos, su propia vergüenza le impedía huir. Se hacía entonces más pequeño y, disipado el resto de virtud humana, se hallaba a ras del suelo, luchando por mantenerse en vida en la inmensa trampa de la jungla. Mientras permanecía al acecho, la mano librada a sí misma palpó un anillo, se lo tragó como una boca y lo deslizó en el bolsillo. En aquel preciso momento, por uno de esos azares que contestan la inocencia de los cuentos, una mano se posó sobre su hombro.
-Señor, haga el favor de seguirme."
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